viernes, 26 de junio de 2015

La Isla en el pastel de “El padrino”.

 Por: Alejandro Palomino.

Es curioso- pero no deja de ser excesivamente manipulador- que después del 17-D y el anuncio de la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, una vez más un destacado periodista de la televisión cubana se refiera a “El Padrino” desde la escena donde los mafiosos cortan el pastel con la isla dibujada en el merengue para graficar el discurso que lo trae a la televisión.

Pero más allá de la simple gráfica fuera de contexto y según las marcadas intenciones del informador, pareciera que sin esa escena la película no tendría sentido. O lo que pudiera ser más alarmante, que es gracias a esa escena que el filme de Coppola trasciende hasta nuestros días. 

Si bien es cierto que esa circunstancia dramatúrgica no solo constituye una monumental denuncia a los verdaderos propósitos de aquellos pandilleros con camisas y trajes de seda, también la escena de Mario Puzzo se ha convertido en un documento inmarchitable y que con cierta autonomía dentro de la trama a la que pertenece, alcanza parabólicamente un altísimo valor histórico en las circunstancias actuales de la isla. Un documento por su contenido de alta sensibilidad para los cubanos.

En mi ‘enfermiza’ pasión por “El padrino” he llegado hasta lamentar que esa escena no pertenezca a la cinematografía cubana. Pero cuando uno cita o se apropia de “El Padrino” como obra de arte universal desde una sola de sus- digamos- advertencias, el horizonte choca contra nuestras narices y de golpe y porrazo desaparece la multiplicidad de sentidos que desbordan la zaga de Coppola. 

Entre 1972 y 1974- cuando aun los cubanos esquivábamos los devastadores efectos del fracaso de La Zafra de los Diez Millones y la desilusión del Cordón de La Habana- Francis Ford Coppola crearía, con apenas 35 años de edad, dos perpetuas obras de arte tituladas: El padrino y El padrino (Parte II). Luego, 18 años más tarde, y ante una millonaria oferta, Coppola invitó al mundo al final sin regreso de Michael Corleone en El Padrino (Parte III), una película menor al lado de sus descomunales antecesoras por llegar con esa sensación de encargo hollywoodense, pero sobresaliente, sin lugar a dudas, en comparación con otras del mismo género y con un Al Pacino en la cresta de la ola internacional y un Andy Garcia orgánico y disparando certeramente un Colt 45, haciendo soñar con una estrella en el Paseo de la Fama a más de un actor cubano, entre otras bondades.

Con el Muro de Berlín hecho cenizas y algunas de sus salvadas piedras en la subasta de Europa occidental, le entrábamos los cubanos al primer lustro de la década del ’90 sin entender muy bien lo que significaba la dimensión histórica del descalabro del socialismo y en particular la desaparición de la Unión Soviética.

No es hasta la tarde/noche del 26 de julio de 1993 que se anuncia la despenalización del dólar y las tiendas recaudadoras de divisas amanecen repletas de gente. No obstante, el 5 de agosto de 1994 se produce la explosión social conocida como “Crisis de los Balseros” que hasta obligó al presidente Clinton a tomar cartas en el asunto y utilizar la Base Naval de Guantánamo casi como prisión (escala) preventiva para los balseros interceptados en el Estrecho de La Florida.

Pero lo peor fue que hubo quizás más de un momento en ese trienio del ’93, ’94 y ’95 en el que prácticamente nos quedamos sin intercambio económico con el resto del planeta y no teníamos ni la más remota idea de cuán bloqueados, excluidos y desinformados estábamos.

El problema no era (es) solo de escases de alimentos o precariedad en otros renglones vitales. El problema era (es) existencial, de cambio de mentalidad también.

Francis Ford Coppola (lo de Ford se lo pusieron sus padres en homenaje al millonario fundador de la marca automovilística, tantos acordes musicales rara vez coinciden en un solo nombre) es considerado con razones de sobra como un genio de la controvertida maquinaria hollywoodense.
Un genio gordo y de espesa barba que primero se dejó seducir por- y después no se equivocó con- Marlon Brando; un genio que en el competitivo casting prefirió a James Caan antes que a Robert De Niro para el personaje de Sonny porque nadie hubiera creído que con el recio carácter del segundo actor este hubiera podido caer en la trampa del peaje y porque era mejor reservarlo para el Vito Corleone de la segunda parte y así de paso Oscarizarlo y encumbrarlo para siempre.

Coppola es el genio que filma y firma como director una robusta cadena de títulos cinematográficos de atmosferas tan inquietantes como:Corazonada y Apocalipsis now, una película que siempre que la ves es más que una excelente película de guerra, el propio Coppola llegó a declarar que: "Esto no es una película sobre la guerra de Vietnam. Esto es Vietnam".
Y también el genio de filmes fabulosos a partir de sus tragedias mafiosas como La conversación. Es imposible olvidar a Gene Hackman en La conversación, aquella imagen sinuosa de un patético solitario que se gana la vida trapicheando sus secretos más íntimos hasta que se quiebra y enloquece producto de una irremediable paranoia.
Pero, indiscutiblemente, la genialidad de Coppola cristaliza en su obra mayor “El Padrino” en sus versiones primera y segunda.
Me atrevo a decir que para mi generación el privilegio de haber visto estas dos obras maestras no lo supera nada. Uno puede revisitarlas cada cierto tiempo a lo largo de tantos años y todavía te siguen provocando asombro, respeto y un montón de sensaciones muy diversas. Un shock ético y estilístico implica ver “El padrino”. No alcanzan los elogios más poderosos para agradecerle a “El Padrino” su existencia.
Son dos películas que te hunden en la butaca por la compleja imagen que ofrecen del poder y las trágicas consecuencias que a ratos le acompañan. Los truculentos mecanismos a emplear para defender la familia como principal argumento y como columna vertebral de las estructuras sociales. Su progresiva fragmentación tras la oficialización de la violencia.
“El padrino” no es una escena de negocio con la isla en el pastel.
“El Padrino” es un filme sobre los grandes negociantes poniéndose de acuerdo para conseguir grandes negocios, grandes dividendos por encima de cualquier inconveniente. Lo que aquí es innegociable es la ceremonia de la venganza al precio que sea necesario. Si tienes que matar a tu propio hermano, eso no puedes dudarlo. No te puede temblar la mano cuando te toque asesinar a tu amigo de siempre. Esas son las reglas.
Para sobrevivir no puedes tener escrúpulos en esta sociedad exclusiva y excluyente. Aquí es obligado triunfar si o si. Mirar por encima del hombro es un hecho habitual. Si decides salirte de los esos códigos de comportamiento tendrás que someterte a una emigración forzada y olvidarte de tus obsesiones más nobles. A estas alturas del juego son ridículas. 
“El Padrino” es una película sobre una manera excepcional de ver la vida, una manera de vivir entre las zonas más obscuras y tenebrosas de la condición humana. Una manera de existir bajo la cultura de la violencia física y mental en un tiempo y espacio continuos que en el filme se complementan orgánicamente en función de la sensibilidad de los espectadores de cualquier época y de cualquier parte del mundo. No para hipnotizarlo, si para- digamos- advertirnos de lo que somos capaces de realizar en detrimento de nuestra especie.
Coppola es también un genio que con humildad visitó y conoció Cuba durante el Periodo Especial de los para entonces avanzados ‘90 y que alguna vez compró y cocinó unos deliciosos e italianísimos espaguetis para todos los que estábamos en esa ocasión en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
Para esa fecha ya habían transcurrido más de dos décadas de la presencia entre nosotros de “El Padrino” (Partes I y II) y su impacto ético/estético nos había (ha) conducido y condicionado a comunicarnos más rápido y vernos mejor en el espejo (espejismo) de la familia de los Corleones que observar y valorar detenidamente el curso de nuestra historia o el destino de nuestra nación a través de un filme cubano.
Irónicamente, “El padrino” fue una cumbre que incluso pudo irse por el barranco si hubieran llegado a despedir a Coppola de Paramount cuando estaba en plena realización de la primera parte y el barbudo aun  no las tenía todas consigo respecto a la opinión de los ejecutivos.

Sin embargo, hubo paciencia y el artista fue legando una obra monumental, puede que lo más análogo a Shakespeare que se haya creado en el arte cinematográfico del siglo XX al cuestionar buena parte de los grandes temas del ser humano: la familia, la violencia, el poder, la sangre, el destino, el orgullo, el arraigo, la traición.

“El padrino” no es una escena aislada como un promontorio o un pedazo de tierra en el océano, parafraseando a Hemingway. Por ejemplarizante que sea, graficar un discurso mediático con la escena de la partición del pastel es un facilismo y un gesto oportunista que banaliza la colosal estatura del filme y puede ser capaz de confundir al tele/espectador estándar en los actuales y novedosos movimientos  socio/económicos y culturales que realiza nuestra nación. Un proceso lento y delicado, como todos sabemos, lo que implica ser prudente y reflexivo antes de relacionar los hechos.

No es malo ser elocuente y en ocasiones conviene disertar, sugerir o mostrar en los medios las herramientas de una sólida formación, pero la burda manipulación es de muy mal gusto, obstaculiza, confunde y frena.

Es como si ahora “inocentemente” te invitara a ver “Memorias del subdesarrollo” de nuestro esencial Tomás (Titón) Gutiérrez Alea para que solamente escuches lo que dice el norteamericano- traducido por Sergio- sobre las ‘Mesas Redondas’ en Cuba.